La campana mayor toca a Maitines. Dos personas se apresuran a abrir la puerta del templo: el Sacristán, desde el interior, y el guarda, desde el exterior. Comienza una nueva jornada de rezo y oración en la Catedral de Ávila, a primera hora de la mañana.
Los canónigos se revisten en la Sacristía. La procesión se prepara para salir, encabezada por el pertiguero y presidida por el Crucifijo grande de cristal. Los participantes se dirigen hacia las cuatro estaciones marcadas, para cumplir con las obligaciones religiosas. Un nutrido grupo de servidores están dispuestos: el organista, el campanero, el maestro de coro, el perrero, la cerera…
Va a dar comienzo la Liturgia de los sentidos. El colorido de las ropas de celebración, los adornos, los bordados, las telas,… todo ello a la luz trémula de cientos de velas recrean la vista. El órgano y los ministriles no paran de sonar, interpretando oraciones y salmos, que deleitan los oídos. Un intenso olor a incienso impregna el ambiente; además, si es día de ello, se han esparcido por el suelo plantas aromáticas cuyos aromas llegan a la nariz. Es posible que hoy den a tocar o a besar algunas de las reliquias guardadas celosamente. Y por último, participarán comulgando.
Hay que imaginarse este trajín repleto de vida de otro tiempo para comprender la Catedral, para vivirla, para saborearla.
La frialdad de las obras de arte ante nosotros, con su historia, con su valor, con su significado, puede impedir ver el auténtico valor de la Catedral. La evocación de la Catedral de Ávila, lugar donde rezar donde rezar y contemplar, descubriendo siempre a través de tantos signos que se vislumbra la realidad del Misterio de Jesucristo, el Salvador.